He llamado a mi madre para una cosa y me ha dicho, desconsolada, que nuestro conejillo de indias ha muerto. Rodolfo ha muerto. Y ella se ha puesto a llorar y a mi me ha dado la risa. Me da pena, evidentemente. Tengo una cosa en el estomago que prefiero ignorar porque si no me pongo a llorar yo también.
Pero a la vez pienso en que salvamos la vida a Rodolfo y que gracias a que lo acogimos vivió 5 años entre algodones, comiendo, pidiendo y comiendo más, tumbado al sol y recibiendo mimos. Mientras, todos sur hermanos morían de una extraña enfermedad que podían haberle contagiado si hubiera pasado un mes más en su antigua casa (los tenía un amigo en la huerta, sueltos, para espantar a las ratas).
En cambio, Rodolfo vino a mi casa cuando tendría un mes y se salvó de contagiarse de esa enfermedad que arrasó con todos los demás. Me miraba fijamente desde el escritorio comiendo hierba mientras yo salseaba en el ordenador. Acercaba su morrito pidiendo mimos. Saltaba (hacía popcorning) cada vez que le dejábamos corretear por la alfombra y yo me tumbaba en el suelo. Se restregaba contra mis brazos haciendome cariños y me chupaba la nariz. Se comía mi pelo y los flecos de la alfombra. Empezaba a gritar cuando escuchaba que mi madre entraba en el portal y gritaba aun más cuando abríamos el frigorífico pidiendo escarola, pimientos o tomate, a pesar de tener el comedero lleno de algo que no le apetecía pero que finalmente se comía. Y así pasó 5 años, hasta que el último empezó a caminar mal. Sus patitas de atrás se llenaron de heridas y se infectaron. Controlamos las heridas como pudimos pero se notaba que ya no era tan joven y le quedaron las patitas cojas, como desencajadas de sus caderas. Se quejaba al cogerle, pero seguía ronroneando con las caricias y pidiendo comida como siempre. Los últimos meses le costaba moverse incluso en su casita y sus paseos por la casa se convirtieron en comer y siestear. Pero seguía pidiendo comida. Rodolfo era un glotón ante todas las cosas. Y un mimoso. Y un viejo cascarrabias que no dudaba en amenazar con un mordisco si le tocabas los bigotes demasiado.
Siempre pensábamos en la pena que nos daría cuando muriera y ahora que ha muerto me da la risa nerviosa. Seguro que está saltando en un cielo de ensaladas, haciendo popcorning como cuando era joven y ronroneando como siempre solía hacer. Para asegurarnos, lo vamos a enterrar en un prado donde crece un montón de diente de león, bajo un arbol. Que vaya bien el viaje, gordito.
Pero a la vez pienso en que salvamos la vida a Rodolfo y que gracias a que lo acogimos vivió 5 años entre algodones, comiendo, pidiendo y comiendo más, tumbado al sol y recibiendo mimos. Mientras, todos sur hermanos morían de una extraña enfermedad que podían haberle contagiado si hubiera pasado un mes más en su antigua casa (los tenía un amigo en la huerta, sueltos, para espantar a las ratas).
En cambio, Rodolfo vino a mi casa cuando tendría un mes y se salvó de contagiarse de esa enfermedad que arrasó con todos los demás. Me miraba fijamente desde el escritorio comiendo hierba mientras yo salseaba en el ordenador. Acercaba su morrito pidiendo mimos. Saltaba (hacía popcorning) cada vez que le dejábamos corretear por la alfombra y yo me tumbaba en el suelo. Se restregaba contra mis brazos haciendome cariños y me chupaba la nariz. Se comía mi pelo y los flecos de la alfombra. Empezaba a gritar cuando escuchaba que mi madre entraba en el portal y gritaba aun más cuando abríamos el frigorífico pidiendo escarola, pimientos o tomate, a pesar de tener el comedero lleno de algo que no le apetecía pero que finalmente se comía. Y así pasó 5 años, hasta que el último empezó a caminar mal. Sus patitas de atrás se llenaron de heridas y se infectaron. Controlamos las heridas como pudimos pero se notaba que ya no era tan joven y le quedaron las patitas cojas, como desencajadas de sus caderas. Se quejaba al cogerle, pero seguía ronroneando con las caricias y pidiendo comida como siempre. Los últimos meses le costaba moverse incluso en su casita y sus paseos por la casa se convirtieron en comer y siestear. Pero seguía pidiendo comida. Rodolfo era un glotón ante todas las cosas. Y un mimoso. Y un viejo cascarrabias que no dudaba en amenazar con un mordisco si le tocabas los bigotes demasiado.
Siempre pensábamos en la pena que nos daría cuando muriera y ahora que ha muerto me da la risa nerviosa. Seguro que está saltando en un cielo de ensaladas, haciendo popcorning como cuando era joven y ronroneando como siempre solía hacer. Para asegurarnos, lo vamos a enterrar en un prado donde crece un montón de diente de león, bajo un arbol. Que vaya bien el viaje, gordito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario