Leo que los supervivientes al ataque en la Universidad de
Garissa, en Kenia, deben ahora lidiar con la indiferencia de medio
mundo. Ellos creen que el asalto realizado por el grupo islamista somalí
Al-Shabaad en el que fallecieron 147 estudiantes no tendrá casi repercusión porque no ha muerto ningún blanco, y yo estoy de acuerdo.
Considero que las redes sociales son un termómetro del pensamiento y
la conciencia de la gente. En Facebook todavía se comparten noticias
sobre el copiloto del avión de la compañía Germanwings estrellado en los
Alpes las semana pasada. Si la noticia es jugosa y amarilla, aún mejor.
Todavía quedan resquicios de aquel grito universal de «Je Suis
Charlie». La gente utiliza esa frase y la modifica a sus anchas para
realizar diferentes reivindicaciones, pero, ¿es que a nadie se le ocurre
decir «je suis estudiante de Kenia»?
Parece que en el primer mundo solo duelen las desgracias si le
ocurren al vecino más cercano y solo se siente empatía si, además, tiene
el mismo color de piel. Esto certifica lo que ya sospechaba: la
sociedad blanca, tan civilizada ella, es racista. Ese mensaje se
transmite, incluso sin querer,, de padres a hijos.
En cambio, he percibido otra forma de actuar en los negros: la misma
sonrisa y palabra amable para todos. Recientemente descubrí la
extraordinaria historia de la cineasta afroalemana Mo Asumang, cuyo
último trabajo es un documental sobre el Ku Klux Klan. En él entrevista a
esas personas que la desprecian y ella, lejos se sentirse intimidada,
les lanza preguntas con intención de entenderles.
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