De vez en cuando me acuerdo de una compañera de clase que falleció, y aunque ya han pasado 8 años no me acostumbro a que falte. No es como cuando muere alguien mayor, que aunque duela es lo lógico, y con el tiempo las heridas se curan y puedes recordarlos con una sonrisa en la boca. En este caso no entiendo por qué tuvo que pasar, es injusto, y es por eso que cuando pienso en ella me pongo triste.
Era una de esas chicas populares. No era la típica pija, alta y delgada, sino todo lo contrario, pero tenía un aura que la hacía especialmente atractiva. Era muy simpática, guapa y tenía una sonrisa preciosa. Defendía al acosado aun a riesgo de ser ella la acosada. Por eso no conozco a una sola persona que dijera que le caía mal.
Yo siempre fui de esas que pasan desapercibidas. No se metía conmigo pero he sufrido el bullying a través de mis amigos, así que el hecho de que ella les defendiera era importante para mí, porque su palabra tenía fuerza. Me hacía sentir bien.
Cuando llegó el momento de decidir la carrera las dos tiramos por el mismo camino de la comunicación. Aun cuando una profesora me desanimó porque no me veía cualidades, ella me animó. Cada una fue a una facultad pero cuando nos veíamos charlábamos sobre cómo iban las clases y habíamos dicho que si no nos iba bien al terminar la carrera montaríamos una radio local. No iba en serio, pero en cierto modo sí. Era como un impulso, como una esperanza para el futuro.
Era su 22 cumpleaños, un sábado, en un bar que a posteriori se convirtió importante para mí y que cuando cerró sus puertas cerró también corazones. La vi con su sonrisa como complemento estrella. Dudé en si felicitarla en ese momento o dejarlo para más adelante. Yo era muy tímida, aun con ella a pesar de que me hiciera sentir fuerte y válida, así que me daba vergüenza irrumpir en su grupo de amigos. Pero decidí felicitarla. No la volví a ver.
No es que no la viera en toda la noche, sino que no la volví a ver nunca más. Una llamada aquél domingo resacoso me dejó fría. «Ha muerto», me dijo mi amiga. Yo no reaccionaba. «Estuve con ella ayer, es imposible», le dije. No me lo creí hasta que recibí una segunda llamada. Me estaba peinando, pensativa, mi madre se acercó y sin decir nada me abrazó, y fue cuando brotaron mis lágrimas.
Recuerdo esos primeros días en casa con mi compañero de piso que se llevaba muy bien con ella. No soportaba verlo tan destrozado así que yo intentaba evadirlo y animarlo, pero cuando cerraba la puerta de mi habitación la que se derrumbaba era yo.
Para mí ella era un modelo a seguir. Era una chica extraordinariamente normal, de mi edad, sana y feliz. Había sobrevivido a un accidente de tren 12 años atrás y parecía imposible que pudiera pasarle algo más. No dejaba de pensar en sus padres, en su sufrimiento. No podía mirarles durante el funeral. Ella era hija única como yo. Hoy es el día en que cuando me cruzo con sus padres no puedo evitar sentirme mal, porque era una chica de mi edad, hija única y que estudiaba lo mismo que yo. Podía haber sido yo la que cerrara los ojos esa noche y no despertara el día de su cumpleaños. Podrían ser mis padres los que hubieran pasado por eso.
Me gusta pensar que las cosas pasan por alguna razón y que ella no se ha ido, sino que está entre nosotros y nos ayuda. Es increíble cómo sin tener una relación demasiado estrecha con ella me afectó tanto. Es como si de repente me diera cuenta de que la gente joven también muere sin ningún motivo.
Hoy cumpliría 30 años. Y no tengo ninguna duda de que todos los de mi edad pensaremos en ella cuando soplemos nuestras 30 velas. Debía estar con nosotros y, de hecho, lo está.