En una ocasión os mencioné a Shamrock, mi guitarra, pero nunca os expliqué cómo llegó a mi. Desde pequeña me ha gustado la música, a pesar de no tener un don especial para ella. Siempre me ha gustado cantar y bailar. Con 6 años la mitad de mi clase se apuntaron a solfeo, lo cual no me llamaba la atención porque no sabía ni lo que era, pero al curso siguiente quise apuntarme. Yo era una niña de 7 años en una clase de música donde el resto tenía 6, y gracias a eso salí de mi circulo ya desde pequeñita e hice buenos amigos que mantengo hasta hoy.
Por lo demás, el solfeo como tal no me gustaba demasiado. No repasaba en casa, así que yo, con mi comportamiento de niña buena que siempre tenía, me solía quedar siempre media hora tras la clase para repasar la lección. De hecho, creo que las peores notas de mi vida han sido en solfeo, y simplemente era porque no lo practicaba, porque no le veía sentido a eso de leer notas en voz alta.
La cosa mejoró cuando ya en cursos avanzados el lenguaje musical teórico pasó a ser también práctico. Solfeo desapareció como tal y se transformó en dos clases diferentes, audición –donde escuchábamos canciones clásicas e intentábamos transcribirías en pentagramas, y que de hecho se me daba bastante bien– y coral. Podéis imaginar que esta última era mi favorita. Me encantaba estrenar nueva canción, pulirla uno a uno y ver lo que salía en conjunto. Cantabamos mal, pero lo disfrutábamos tanto…
A audición y coral se le sumó el piano obligatorio, al que le cogí el gusto bastante rápido, y el instrumento de elección. En este caso no tenía las cosas demasiado claras y me dejé llevar por lo que decía la gente a mi alrededor en vez de pensar en qué instrumento me gustaba realmente. Elegí el acordeón porque era el favorito de mi padre y porque una amiga se había apuntado. Si lo hubiera pensado mejor probablemente me hubiera decantado por la guitarra, la flauta travesera, el violín o el piano, aunque es último fuera bastante inviable por la imposibilidad de meter uno en mi casa.
Otro aliciente para el acordeón fue la profesora, pues me caía bien. Aun así volví a mis andadas, tal vez porque no me motivaba demasiado, y no ensayaba en casa. Lo cierto es que con las particulares de inglés y los deberes del colegio cada vez más exigentes no me quedaba demasiado tiempo para ensayar, y tampoco me apetecía ponerme a tocar después de cenar por motivos evidentes. Así que pasaron los años y, una vez más, pasé por aquella aula como una pobrecita sin ningún talento. Hasta que ya con 16, con mi título bajo el brazo, formaron una banda de acordeones entre exalumnos y alumnos de último curso. Nos reuníamos los sábados por la mañana y no era obligatorio acudir. Las canciones que tocábamos no eran para ningún concierto de fin de curso ni para tocar en la calle en ciertas fiestas, eran para nosotros. Y tocábamos Aladdin, Elton John… así sí, me volví a motivar. Era bonito poder tocar canciones que sonaban tan bien en mi mente.
Empecé a la universidad y tuve que dejar el grupo. Y así mi acordeón quedo relegada en un rincón de mi armario. Si cierro los ojos todavía recuerdo su olor aunque hayan pasado años desde la última vez. Me encantaba tocar sus botones, sacarle brillo, abrir a tope el fuelle. Prometo recuperarla algún día, cuando tenga tiempo, pero creo que un instrumento merece ser tocado con mimo y respeto, no a desgana.
Y así, teniendo mi acordeón en stand by, hace unos 7 años hablando con amigos y comentando lo bonito que sería tener una guitarra nos vinimos arriba y dos de nosotros nos la compramos. Para mi amigo era la primera vez que iba a tener un instrumento en sus manos, y yo con mis precedentes de abandono instrumental tampoco quería una cara, así que la pedimos online. Era un chollo. Negra lacada, con funda, correa y afinador, 50 euros.
Estabamos esperando el pedido y yo ya había elegido su nombre: Shamrock. Por si no lo sabéis Shamrock es el nombre que se le da al trébol en la cultura irlandesa, y es un elemento importante de sus tradiciones. Yo tengo una conexión especial con la cultura celta y da la casualidad de que encuentro muchos tréboles de cuatro hojas. Para mi es importante, así que elegí ese nombre.
Recibí un mensaje. Ya habían llegado las guitarras. Fui a casa de mi amigo a por la mía. Había dos cajas idénticas. Cada uno eligió una. Dentro habían dos fundas idénticas también. Las abrimos y ¡sorpresa! la de mi amigo sí era una guitarra negra lacada, como la que pedimos, pero la mía no era así. Era más pequeña para empezar –más manejable para mi, nos dimos cuenta de que la lacada me quedaba enorme–, y además era gris y mate. Mi amigo se sentía fatal, no dejaba de decirme que se quedaba él con esa, que no le importaba, pero menos me importaba a mí, si parecía hecha a medida. Pero lo mejor eran sus detalles. En la esquina del agujero tenía una franja de nácar en color naranja y verde. Sí, los colores de Irlanda. Esa guitarra era Shamrock, y ella me eligió.
Decidí no devolverla porque no me podía haber salido mejor la jugada. La guitarra no tiene marca por lo que no puedo saber qué modelo es, pero es preciosa tal cual. No sé qué pudo pasar ni de dónde salió esa guitarra tan perfecta porque en toda la web no encontré ninguna similar. No sé cuál es el verdadero precio de mi guitarra, pero por 50 euros tengo yo una ideal para posturear. Porque, sí, lo habéis adivinado, tras aprenderme cuatro acordes y dejarme los dedos en ellos, Shamrock volvió a su funda esperando ser tocada con ilusión. Algún día.
Por lo demás, el solfeo como tal no me gustaba demasiado. No repasaba en casa, así que yo, con mi comportamiento de niña buena que siempre tenía, me solía quedar siempre media hora tras la clase para repasar la lección. De hecho, creo que las peores notas de mi vida han sido en solfeo, y simplemente era porque no lo practicaba, porque no le veía sentido a eso de leer notas en voz alta.
La cosa mejoró cuando ya en cursos avanzados el lenguaje musical teórico pasó a ser también práctico. Solfeo desapareció como tal y se transformó en dos clases diferentes, audición –donde escuchábamos canciones clásicas e intentábamos transcribirías en pentagramas, y que de hecho se me daba bastante bien– y coral. Podéis imaginar que esta última era mi favorita. Me encantaba estrenar nueva canción, pulirla uno a uno y ver lo que salía en conjunto. Cantabamos mal, pero lo disfrutábamos tanto…
A audición y coral se le sumó el piano obligatorio, al que le cogí el gusto bastante rápido, y el instrumento de elección. En este caso no tenía las cosas demasiado claras y me dejé llevar por lo que decía la gente a mi alrededor en vez de pensar en qué instrumento me gustaba realmente. Elegí el acordeón porque era el favorito de mi padre y porque una amiga se había apuntado. Si lo hubiera pensado mejor probablemente me hubiera decantado por la guitarra, la flauta travesera, el violín o el piano, aunque es último fuera bastante inviable por la imposibilidad de meter uno en mi casa.
Otro aliciente para el acordeón fue la profesora, pues me caía bien. Aun así volví a mis andadas, tal vez porque no me motivaba demasiado, y no ensayaba en casa. Lo cierto es que con las particulares de inglés y los deberes del colegio cada vez más exigentes no me quedaba demasiado tiempo para ensayar, y tampoco me apetecía ponerme a tocar después de cenar por motivos evidentes. Así que pasaron los años y, una vez más, pasé por aquella aula como una pobrecita sin ningún talento. Hasta que ya con 16, con mi título bajo el brazo, formaron una banda de acordeones entre exalumnos y alumnos de último curso. Nos reuníamos los sábados por la mañana y no era obligatorio acudir. Las canciones que tocábamos no eran para ningún concierto de fin de curso ni para tocar en la calle en ciertas fiestas, eran para nosotros. Y tocábamos Aladdin, Elton John… así sí, me volví a motivar. Era bonito poder tocar canciones que sonaban tan bien en mi mente.
Empecé a la universidad y tuve que dejar el grupo. Y así mi acordeón quedo relegada en un rincón de mi armario. Si cierro los ojos todavía recuerdo su olor aunque hayan pasado años desde la última vez. Me encantaba tocar sus botones, sacarle brillo, abrir a tope el fuelle. Prometo recuperarla algún día, cuando tenga tiempo, pero creo que un instrumento merece ser tocado con mimo y respeto, no a desgana.
Y así, teniendo mi acordeón en stand by, hace unos 7 años hablando con amigos y comentando lo bonito que sería tener una guitarra nos vinimos arriba y dos de nosotros nos la compramos. Para mi amigo era la primera vez que iba a tener un instrumento en sus manos, y yo con mis precedentes de abandono instrumental tampoco quería una cara, así que la pedimos online. Era un chollo. Negra lacada, con funda, correa y afinador, 50 euros.
Estabamos esperando el pedido y yo ya había elegido su nombre: Shamrock. Por si no lo sabéis Shamrock es el nombre que se le da al trébol en la cultura irlandesa, y es un elemento importante de sus tradiciones. Yo tengo una conexión especial con la cultura celta y da la casualidad de que encuentro muchos tréboles de cuatro hojas. Para mi es importante, así que elegí ese nombre.
Recibí un mensaje. Ya habían llegado las guitarras. Fui a casa de mi amigo a por la mía. Había dos cajas idénticas. Cada uno eligió una. Dentro habían dos fundas idénticas también. Las abrimos y ¡sorpresa! la de mi amigo sí era una guitarra negra lacada, como la que pedimos, pero la mía no era así. Era más pequeña para empezar –más manejable para mi, nos dimos cuenta de que la lacada me quedaba enorme–, y además era gris y mate. Mi amigo se sentía fatal, no dejaba de decirme que se quedaba él con esa, que no le importaba, pero menos me importaba a mí, si parecía hecha a medida. Pero lo mejor eran sus detalles. En la esquina del agujero tenía una franja de nácar en color naranja y verde. Sí, los colores de Irlanda. Esa guitarra era Shamrock, y ella me eligió.
Decidí no devolverla porque no me podía haber salido mejor la jugada. La guitarra no tiene marca por lo que no puedo saber qué modelo es, pero es preciosa tal cual. No sé qué pudo pasar ni de dónde salió esa guitarra tan perfecta porque en toda la web no encontré ninguna similar. No sé cuál es el verdadero precio de mi guitarra, pero por 50 euros tengo yo una ideal para posturear. Porque, sí, lo habéis adivinado, tras aprenderme cuatro acordes y dejarme los dedos en ellos, Shamrock volvió a su funda esperando ser tocada con ilusión. Algún día.
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