viernes, 2 de marzo de 2012

De la era del paint a la del whatsapp

Cómo han cambiado las relaciones gracias a las nuevas tecnologías. Yo no soy nativa digital, cuando nací nadie tenía ordenador, pero cuando empecé a utilizarlo tenía una edad suficientemente temprana como para no tener problemas en su utilización.

Recuerdo que pasé de jugar en la calle al bote-bote, a pintar en el suelo con tiza o a cuidar gatos que mis amigas y yo encontrábamos en el monte, a pasarme media tarde en casa de la primera que tuvo un ordenador (su madre era profesora y ya empezaba a sacarle provecho). En aquella habitación donde colgaba la primera orla que he visto en mi vida había también una estantería con libros, un sofá negro y una alfombra.

Nos juntábamos tres amigas y merendábamos echando todas las migas sobre el teclado. Lo que hacíamos era, básicamente, escribir tonterías en el word y hacer dibujos aún más tontos en el paint. De vez en cuando jugábamos al buscaminas. No conseguimos hacer nada útil, es más, casi nos buscamos un lío con una pequeña broma en forma de carta.

Lo siguiente que recuerdo es a las dos amigas que junto a mí completaban el trío contándome que habían estado en la biblioteca en internet, y que escribir la arroba era muy difícil, pero que habían conseguido acceder a su bandeja de entrada del email que nos hicieron los monitores en una excursión, que obviamente estaba vacía.

Más tarde en clase de informática dejamos de lado los ejercicios con Autocad (que tengo completamente olvidados) y empezamos con los de photoshop (cuando todavía no sabíamos que era una potente herramienta de manipulación). En esa época no era necesario que los profesores cortaran internet en el aula porque nadie lo utilizaba, era demasiado aburrido. Sólo entrábamos en google para buscar imágenes de ranas y desiertos, que después contorneábamos y empastábamos para hacer magia: ¿qué hace una rana en un desierto?

Al poco tiempo descubrí la sala-chat del portal Kaixo.com, un chat para vascos, digamos. No sé si todavía existe, pero en su momento y hasta que se empezó a llenar de babosos servía realmente para conocer gente. Entonces el profesor sí que tuvo que empezar a controlar más las clases de informática, porque todos nos reuníamos en una sala-chat privada para hablar de nuestras cosas.

Cuando me pusieron el ordenador en casa estaba muy emocionada. Me hice un nuevo email, ya que para entonces sabía muy bien cómo se hacía la arroba, y le puse un nombre absurdo como "ghina" o algo así. Me bajé el messenger y tras agregar a todos mis amigos, vi que no era divertido hablar con alguien a quien veía todos los días varias horas. Así, un día entré en el chat con tal suerte que la única persona que me pareció de fiar resultó ser mi vecino. ¿No era más fácil asomarnos a la ventana? Pronto me di cuenta de que la mayoría que frecuentaban chats son pervertidos mayores en busca de niñas a las que les conectar su webcam inesperadamente para enseñarles lo que no quieren ver.

Limité mis relaciones online a mis amigos del messenger, con los que compartía fotos escaneadas en casa de algún amigo más avanzado tecnológicamente, pues yo no tenía ni cámara digital por aquél entonces. Aparecieron los foros temáticos, tan populares como ahora, y comencé a frecuentar uno en el que compartíamos el gusto por el rock finlandés. La mayoría eran chicas, así que me sentía cómoda. Con algunas hice buenas migas y las agregué al messenger, sin ningún temor de que fueran a enseñarme cosas raras por la webcam. Así conocí a una chica más joven que yo, de Argentina. Ale, así se llamaba. Nos hicimos tan amigas que hasta nos escribimos un par de cartas, como se solía hacer con los amigos que nos importaban. Nos contábamos cosas sobre música, cine y amores en proceso. Después desapareció. Se cambió de email y no volví a saber nada más de ella. Me gustaría saber que tal le va.

El messenger resultó ser una excelente herramienta de comunicación. Un cupido digital, dicho de algún modo. Ya con 17 sabía que mi fuerte no es la comunicación hablada cuando se trata de cosas serias; me pongo nerviosa, digo lo primero que me viene a la cabeza y suena mucho peor en voz alta que cuando lo pienso. Multipliquemos esto por diez cuando las palabras están dirigidas a un chico que me gusta. Un desastre. Así que gracias a los muñequitos danzantes del messenger, cada día a la misma hora hablaba con quien un día terminaría compartiendo conmigo algo más que risas.

Dejé de lado todo eso cuando descubrí Tuenti, donde subía las fotos que sacaba con mi cámara digital que llevaba conmigo sábado sí y sábado también. Más tarde, una amiga me habló de Facebook, diciendo que Tuenti no era más que una copia barata. Tendría razón, pero al principio Facebook me pareció un lío. Poco a poco fui cogiéndole el truco hasta que ahora estoy en un punto en el que no borro Tuenti porque tengo amigos ahí que de los "tuenti" ya han pasado de sobra, pero se niegan a dar el paso hacia la red social de los mayores.

Incluso me dejé llevar por el piar del pájaro de Twitter. No sabía muy bien cómo utilizarlo, así que me puse a seguir a todos los famosos, cuanto más extravagantes mejor. Luego vi que no decían más que tonterías, y empecé a seguir a mis amigos. Pero la mayoría de ellos estaban tan perdidos como yo y no aportaban ningún comentario ingenioso. Al fin, decidí utilizar el Twitter como medio de información. Empecé a seguir a los periódicos y televisiones, a blogers, a iniciativas, colectivos y compañeros de trabajo. Todos ellos, incluso algún amigo mío, empezaron a emitir ingeniosos e interesantes tweets, y yo los retweeteaba. Gran error. Algún seguidor de alguno de mis compañeros de trabajo me encontró  y comenzó a seguirme, y tras él más y más. Desde entonces vivo con miedo de escribir alguna tontería en Twitter, porque nunca podré alcanzar ese perfecto equilibrio entre ingenio, actualidad y opinión de mis compañeros en tan solo 140 caracteres.

Me asombra ver cómo estas herramientas que en principio son beneficiosas, un gran avance, pueden perjudicar a las verdaderas relaciones sociales. El 19 de enero, víspera de Sansebastian, me encontraba en Donostia dispuesta a disfrutar por primera vez en directo de la noche grande de la ciudad, de su Tamborrada. No os voy a contar como fue la noche porque no viene a cuento. Pero sí cómo fue la cena –chicas, os dije que esa situación merecía ser mencionada en mi blog–, en un piso de Gros, a un paso del Kursaal.

Cinco chicas nos apresuramos a preparar la cena; unas deliciosas fajitas y patatas con bacon. El trabajo de pinches de cocina fue divertido, cortando y friendo, aportando cada una sus instrucciones culinarias. Empezamos a cenar con la tele de fondo, que desviaba miradas, por lo que la quité. Entre sorbos de lambrusco y sidra nadie hablaba, o al menos no cara a cara. Los malditos Smartphones estaban emitiendo 'beeps' continuamente. «Antes en las cenas se hablaba», sentencié. «Es que una amiga se ha comprado unas katiuskas y nos las está enseñando», explicó la chica sentada a mi lado. Unas dichosas Hunter rojas que, sí, eran muy monas, pero las iban a ver al día siguiente en los pies de su amiga, ¿que necesidad había de decirle lo monas que eran por el móvil?

Esa es la historia de mi continuo coqueteo con las nuevas tecnologías y la forma en la que influyen en mi vida. Miro a todos esos niños con sus móviles, que son pequeños ordenadores con los que whatsappean constantemente. Yo tuve que ir dando pasos hasta llegar al 2012, donde vivo felizmente con un móvil sin whatsapp temiendo el día en que mi "piedra" haga plof. Entiendo perfectamente el miedo de los padres por la privacidad de sus hijos, con todos esos pervertidos ahí fuera, y tantas facilidades para acceder a la información privada. Aún así, tal como le recomendé a una compañera madre de dos preadolescentes, lo mejor es conocer de cerca las herramientas al alcance de los niños para poder hablar con propiedad, porque no todo es tan malo, y con una gestión correcta es incluso imprescindible.

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